Muchas veces la gente mayor acusa a la juventud de aislarse del mundo. Podemos imaginar que primero fueron los walkman y los audífonos: ¿cuántas veces no hemos escuchado la anécdota del chico arrollado por un auto o –peor– por el tren? Después llegaron los teléfonos celulares y los smartphones, que con el tiempo aumentan su capacidad de consumir nuestra atención.
Uno de mis profesores decía horrorizarse porque para él los iPods y celulares alejaban a las personas de la realidad, ya fuera en el salón de clases o en la mesa durante una comida familiar; le respondí que el problema no eran los dispositivos, sino el deseo de la gente por –precisamente– alejarse de ella; eso significaba que su realidad no era agradable ni interesante. ¿Cómo llegamos al punto en que una pantalla de unos cuantos centímetros se vuelve más atractiva que los 360 grados de visión que tenemos frente a los ojos?
Hace algunos días escribí acerca de la obsesión que tenemos por retratar ciertos momentos, cada vez más nimios o insignificantes. El problema ahí era cuando nuestro interés por la conservación se vuelve patológico, lo cual también puede suceder con el desinterés por la realidad. ¿No es agradable cuando descubrimos que no hicimos un solo tweet en toda la tarde porque estábamos pasándola genial con los amigos? Aunque quizá alguien no resista la tentación de hacerle saber al mundo que su amigo no ha tweeteado porque se la está pasando muy bien.
Siempre he tenido la convicción de que nada hay como experimentar con todos los sentidos, y no sólo con lo que percibimos a través de una pantalla con bocinas. Pero entiendo las maravillas de las tecnologías de la información y por eso busco un balance entre la forma en la que percibo el mundo: por ejemplo, si uno no puede asistir al iTunes Festival o Coachella, tiene la oportunidad de ver los streams en vivo, con buena calidad de producción y completamente gratis. Uno pensaría que eso no tendría que afectar a los organizadores, en cuanto a que la gente prefiera ver los shows por internet… y que si la gente tuviera que pagar por esas transmisiones, no las vería. Hace unas semanas yo mismo lo hice: unas de mis bandas favoritas, Emery, se reunió para una serie de conciertos que celebraban el décimo aniversario de su primer disco, tocándolo track por track en vivo. Ya que no pude asistir esa gira, compré mi ticket para el concierto de Portland, un ticket digital para la transmisión vía internet.
Ahí estaba yo frente a la pantalla, cantando las canciones de mi adolescencia, resignado a que era la mejor opción. En otras ocasiones he hecho viajes largos (algunos de miles de kilómetros) para asistir a conciertos, pero esta vez se me hizo muy cómodo verlo a distancia. Hace años tuve la oportunidad de ver a Emery en vivo pero esta vez, al final de la última canción, apagué la computadora y seguí con mi vida como si nada.
¿Qué tal si el concierto lo transmitieron desde un pequeño bar con capacidad para cientos, pero la transmisión la pagaron miles? Esto sería un modelo –por mucho– rentable. Si hoy ya pagamos en Netflix o iTunes por contenidos que no podemos tocar con las manos (incluidos extras como libros de arte en PDF), no dudo que en unos años sea más común pagar por que nos aíslen de la realidad para transportarnos a otra que se encuentre a miles de kilómetros de distancia.
Si miramos atentamente, estos servicios a distancia ya llegaron incluso a ser una simulación de otra simulación: por ejemplo, el servicio de PlayStation Now lo que hace es ofrecernos la sensación de que estamos usando un hardware que –en realidad– se encuentra a miles de kilómetros de distancia. ¿Qué no sería mejor asistir al concierto, hojear las páginas con nuestras manos, o prender una consola en nuestra habitación? Seguramente sí, pero este aislamiento de la realidad en muchos casos nos ofrece un alivio para la ausencia de eso que no podemos tener o hacer.
Al final, eso mismo es lo que hace la literatura –por dar un ejemplo–, transformar nuestro entorno a través de la imaginación, teniendo como máximo ejemplo a Don Quijote, pues termina descocado por tantos libros de caballería que leyó. La complicación sería que ahora aquello que nos saca de la realidad, sea tan sólo una presencia digital.
Estos servicios de transmisión de contenidos en vivo no son cosa nueva, pero aún no tienen la fuerza para que dejemos de asistir a eventos por verlos presencialmente. De cualquier manera, hacia allá vamos: me temo que, tarde o temprano, acabaré arrollado por el tren del aislamiento.