La era digital nos cambiará a toda la raza humana. Es algo que venimos escuchando por décadas sin reparar tanto en que ya ha sucedido. Quizá pensamos en que por cambiar a la raza humana se refiere expresamente a implantes cibernéticos, o la pérdida de la espiritualidad (cuestiones que, en realidad, vemos poco a poco).
El año pasado cumplí uno de los sueños de mi vida, uno que venía arrastrando por muchos años: ver a Sigur Rós en vivo. Se presentaron en uno de los festivales más populares y exitosos de México, el Corona Capital. Aunque me aliena la pura idea de nadar entre un mar de gente apretujada, me animé a la aventura con algunos amigos (literalmente es una aventura moverse entre festivales así), y al caer la noche, luego de ver a otras bandas, apareció el conjunto islandés.
Fue una experiencia fantástica en todos sentidos de la palabra, uno de esos momento que te acompañan por el resto de tus días. Más que recordar el frío de la noche, o las horas de espera, recordaré esa noche como una experiencia estética, un tesoro de los sentidos.
Sin embargo, hubo algo que me llamó la atención, y que irónicamente intento borrar del recuerdo: la molestia de las personas que pedían que bajasen las cámaras. ¿Cómo es eso? Quizá piensen que lo que me molestó fue la gente con sus cámaras, que no me dejaban ver… más no fue así. Lo que más me sacó de esa burbuja de belleza en la que estaba fueron las personas que incesantemente proferían insultos (y hasta amenazas) contra aquellos que tenían sus cámaras y teléfonos por encima de las cabezas del público.
Las personas estamos obsesionadas con la muerte y la trascendencia. Si no fuera así, no serían tan numerosas las obras de arte y la reproducción biológica. En cierta medida burlamos a la muerte a través del recuerdo, en las imágenes que pintamos y en el rostro de nuestros hijos.
Históricamente, cuando llegamos al momento en que cada humano tiene en sus manos una cámara que llevan a todas partes –incluso a la hora de dormir–, se comenzó a dar una transformación en nuestra búsqueda del recuerdo. Es una lástima que hoy la internet esté llena de fotos de comida irrelevante, o de autorretratos de gente que se acaba de levantar: “Miren, mi cabello despeinado, ¿verdad que es kawai?”
Hasta cierto punto comprendo que la gente busque retratar –con las herramientas que tenga a la mano– los pocos momentos relevantes que hay en sus vidas. A pesar de que Instagram (o aun peor, la app de Flickr) nos quiera hacer creer que todos los días vemos cosas interesantes, eso es una mentira, o al menos para la mayoría de las personas. Imagino a la niña que a diario ve una pila de basura en la esquina de su casa aferrándose al recuerdo de un concierto irrepetible.
Claro, no todas las personas buscan tomar la foto ocasional del concierto, o el video de diez segundos, sino que buscan grabarlo enteramente con su teléfono celular, y subirlo a YouTube para avergonzar a los artistas con la pésima calidad de grabación. En ese caso no se les puede justificar, pero me inquieta de igual manera que alguien condene al que busca retratar ese instante, como si ellos no estuvieran igualmente obsesionados con trascender la muerte, o como si no vivieran subyugados a la fragilidad de la memoria. Aún recuerdo junto a mi oído el grito de “¡Baja esa cámara, niña idiota!”, durante 90 minutos de música, mezclándose con la voz de Jónsi.
Las experiencias trascendentes prácticamente dejan de existir cuando se dejan de contar. ¿Qué mejor que contar en nuestras palabras aquello que vale la pena decir? Y aun mejor escribirlo. Por el otro lado está la imagen, que librándose del mar de información chatarra de la internet, puede ayudarnos a restaurar momentos perdidos en la memoria. Los conciertos son para escucharse, para sentirlos vibrar en la caja torácica, y sería una pena que nadie hiciera el esfuerzo intelectual por recuperarlos. Por eso luego de ir a conciertos, busco las fotografías profesionales u oficiales, para guardarlas como buena referencia.
Quizá por eso es que simplemente no puedo sumergirme en la obsesión de compartir capturas de lo que la gente juega en un instante, o en servicios como Raptr, que más que luchar contra la muerte, reafirman la experiencia de no estar en un lugar y en un momento material. ¿Qué será de nosotros cuando estos servicios se llenen de pilas de basura digital y no de recuerdos por nuestra dedicación? No podría condenar estas prácticas, pero quizá no aportan más relevancia que uno de los 20 selfies que hace una quinceañera cada que entra al baño de un club nocturno. O no sé, quizá ya cambiamos tanto que, en verdad, necesitamos implantes cibernéticos para agudizar la memoria.
Y ustedes, ¿qué momentos realmente agradables han logrado conservar?