Hace unos meses, la opinión del mundo se volvió al desconcierto e indignación por un miembro de la realeza británica: el príncipe Harry había declarado que durante su servicio en Afganistán, como copiloto de un helicóptero, el asesinar rebeldes locales le pareció como un videojuego. En una entrevista comentó que, ya que él nunca se había destacado en actividades intelectuales, le fue bastante útil una de las habilidades que tenía más desarrolladas gracias a consolas como Xbox y PlayStation: mover los pulgares. Establecer esta relación entre los dedos sobre el control y la vida de las personas es algo bastante espinoso y, de haberlo dicho hace un siglo, sonaría a que está hablando de brujería o cierto poder mágico. Como era de esperarse, la ligereza con que el príncipe entendía el tomar vidas humanas generó gran repudio. Un vocero de la comunidad talibán lo descalificó y llamó enfermo mental, justificando que es común que los soldados como él desarrollen problemas de este tipo debido al shock de la guerra. De todo modos, señaló que semejante comparación evidenciaba su falta de comprensión y conocimiento, pues la guerra “no es un juego, sino que es bastante real”.
Sin darse cuenta, el príncipe inglés y el portavoz talibán se encontraban en una discusión filosófica tan añeja como la misma sangre de sus venas. Existen varios indicios, algunos sutiles y otros más evidentes, para argumentar que la guerra, así como el amor y el trabajo son un juego, una simulación o un sistema; de la misma forma podríamos decir que la felicidad, el dolor, la paternidad y la muerte también lo son. A lo largo de la historia el hombre se ha cuestionado la validez de sus sentidos, experiencias y recuerdos; entendemos que un balance químico incorrecto puede llevar a las personas al delirio y la dificultad por clasificar su percepción entre los existente e inexistente, tanto así que algunos entienden como su única salida el cese de su vida, al menos en términos estrictamente biológicos. La lista de trastornos mentales conocidos es muy larga, pero además de esto deberíamos considerar las incertidumbres ontológicas y teológicas, que podrían llevar virtualmente a cualquier persona a cuestionar su existencia. Pensemos en que, incluso, a la filosofía cuesta trabajo definir satisfactoriamente qué es la realidad.
En su primera novela, The Broom of the System, de 1987, David Foster Wallace pone a su protagonista en graves apuros: una serie de extrañas coincidencias hacen pensar a Lenore Beadsman, una operadora telefónica a mitad de sus veintes, que ella podría encontrarse dentro de una simulación, como personaje de una historia. Las diferentes implicaciones de esta novela nos remiten a varias corrientes de la filosofía tanto, occidental como oriental, y su estructura nos recuerda que la vida no puede dejar de ser entendida como un juego, así como Wallace siempre estuvo obsesionado con los juegos del lenguaje de Ludwig Wittgenstein. Precisamente, esta preocupación de Leonore y Wallace ya había sido planteada en forma de literatura, como en Niebla, la novela escrita 80 años antes por el español Miguel de Unamuno, donde el protagonista Augusto Pérez sale a buscar a su autor —el mismo Unamuno— para cuestionarlo sobre su condición de personaje de ficción. A diferencia de Wallace, Unamuno tenía muy presente el entramado intelectual en la condición lúdica de la vida: sabía que ni un tratado filosófico, ni una serie de ideas podrían arrebatarle la vida a una persona, ni por arte de magia, ni por una inconsistencia metafísica.
Es bastante improbable que el príncipe tenga una posición existencialista al respecto de la guerra. Seguramente la comparación que hace de la muerte con los juegos obedece a una falta de juicio y su limitado entendimiento. De cualquier manera, más allá del plano filosófico, el juego ha demostrado ser un poderoso agente de aprendizaje, tanto de verdades morales como habilidades prácticas; no es un secreto o novedad que los ejércitos utilicen simuladores para el entrenamiento de sus tropas, o que lleguen al punto de usar controles de Playstation para la comodidad de sus usuarios.
Encima de todo, ignorando la incertidumbre sobre el entramado de la realidad, podríamos llegar al extremo de decir que todo en la vida es un juego, en el sentido de un gran sistema de sistemas que crece en complejidad en la medida en que nos involucramos en más actividades. Además, éstos pueden ser juegos muy serios con consecuencias que no requieren una interpretación filosófica: El lenguaje (independientemente de los juegos del lenguaje de Wittgenstein) es una serie de reglas que pueden o no ser transgredidas, y que tendrían como objetivo o premio la comunicación y el entendimiento; pensemos en el salón de clases de un grupo que estudia idiomas, donde tarde o temprano se establecerá alguna penalización por transgredir las reglas gramaticales, de una forma más evidente que la convención social que nos genera rechazo cuando, en situaciones cotidianas, nos topamos con alguien que no respeta esas reglas. Quizá de forma un poco más sutil, por ejemplo, sistema tributario también es un juego, del cual es particularmente difícil no ser parte; a nadie le gusta pensar en las consecuencias de hacer caso omiso a sus reglas o intentar transgredirlas. Quizá uno de los juegos con implicaciones más graves sería el de la salvación, que establecen las religiones, donde el precio a pagar por no seguir las reglas es el de la condenación eterna. Ahora pongamos en perspectiva que la facción talibán interprete que el príncipe ve como una partida de Xbox lo que para los muyahidines —o soldados de la “guerra santa”— es el juego de la salvación.
Por otro lado, el juego y la simulación también pueden funcionar, casi naturalmente, como un aliciente para lo que clasificamos como realidad, una protección inconsciente para sobrevivir a lo insufrible de ésta. Es algo que podemos ver con claridad en el conmovedor filme La vita è bella, donde el protagonista se encuentra preso con su pequeño hijo en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, y para librar al niño de su trauma le pone encima el velo de la simulación; le dice que en realidad todo se trata de un juego complejo, donde se han asignado roles que cada uno debe cumplir para ganar puntos. Le hace creer que sus movimientos están sujetos a una serie de reglas y que están siendo observados para vigilar su puntaje, similar a lo que después serían las cámaras omnipresentes de los reality shows donde encierran a los concursantes en una casa. De esta forma, el padre logra justificar el odio, la esclavitud, la violencia, el hambre y el dolor ante el entendimiento infantil de su hijo, ya que en el momento en que termine el juego, todo volverá a la normalidad y nadie tendría que tomarse de manera personal lo ocurrido durante el show. Esto hace preguntarnos si, al salir del encierro de Big Brother, sus participantes olvidaron todas las ofensas de sus compañeros porque se trataba de un juego (o porque todo seguía un guión). O quizá acaben con el mismo resentimiento que los niños que pierde una partida callejera de soccer, de fichas, o de Gears of War.
Los mismos hechos de un mismo sistema puede ser interpretados de diferentes formas: por el desenfadado lado del príncipe, la guerra se trata de sacar del juego a desconocidos afganos con el pulsar de un botón, y del lado islamista trata de una lucha entre fuerzas espirituales. En cualquier caso o interpretación, dos décadas después de The Broom of the System, Wallace no tuvo más opción que ahorcarse, terminando así con su partida, quizá por lo inefectivo de su tratamiento contra la depresión, quizá en parte por una grave incertidumbre sobre lo que podría, o no, ser un juego.