Además de los increíbles milagros que se le atribuyen, el filósofo y poeta hindú del siglo XIII conocido como Gyandev, o también San Dnyāneshwar, es recordado por la forma en que su obra combina las pesadas enseñanzas de los tratados teológicos y la etérea belleza de la poesía lírica. La idea de la exhaustiva especialización en las disciplinas, podríamos decir, es bastante moderna en la perspectiva de la historia de la ciencia. El rigor académico está siempre más empeñado en purificar el lenguaje que se emplea en cada contexto y corpus específico. Ya hemos revisado cómo parece absurdo, y fuera de lugar, el relacionar las ideas de un personaje tan excéntrico como Ramón Llull con las tecnologías de la información, y sin embargo esas dos áreas pertenecen a una misma historia. Aunque históricamente los libros no reconocen diferencia entre los géneros y propósitos de sus contenidos, suena escandaloso a un inflexible teólogo el ver un texto sagrado como literatura, así como al filólogo es incoherente poner fe en un texto de naturaleza estética.
La polémica discusión entre arte y entretenimiento no es exclusiva de los videojuegos; es tan vieja como el arte mismo (en el caso de que le datáramos arbitrariamente). A unas cuantas décadas de su difusión masiva, ya se volvió desgastante el combatir por esa dicotomía. Los videojuegos son muchas cosas y entre ésas son, precisamente, juegos.
La tradición de la Nath Sampradaia ha llegado a atribuir a San Gyandev la creación de un genial mecanismo que, mediante una serie de reglas simples, podría explicar el paso del hombre por la vida terrenal de acuerdo a filosofía hinduista; esto tanto de forma teórica como experimental, en lo que podríamos considerar una simulación muy básica. San Gyandev hizo un juego. Tomó una tela sobre la cual dibujó una serie de bloques a los que llamó “casas”, que organizó en siete niveles sucesivos, o planos, que representan los siete chakras, y que al final dan lugar a un octavo plano más allá de la vida mundana, el Nirvana. Las diferentes casas representan variadas propiedades de la consciencia humana como la mentira, la desobediencia, y el cólera, así como la generosidad, el ascetismo y la fe. Los aspectos negativos o vicios están simbolizados mediante serpientes, y los positivos o virtudes por escaleras. Este juego ha sido llamado Parama Padam o Mokshapatm (मोक्षपातम्), que se puede traducir como “tela de la salvación”, aunque después se le conoció como “escalera de la salvación”. Los británicos vieron su potencial de entretenimiento y a finales del siglo XIX llevaron una versión del juego a Occidente, a la cual quitaron toda enseñanza espiritual y pusieron el descriptivo nombre “Serpientes y escaleras”.
En el presente, la especialización nos genera rechazo por las moralejas y las ambiciones pedagógicas en áreas como el arte y el entretenimiento. Si volteamos a los argumentos utilitarios, se llega a encarnecer esta condenación. Sin embargo, los juegos en todas sus formas han sido, desde siempre, una de las más efectivas herramientas de enseñanza. El ejemplo de Serpientes y escaleras es peculiar porque lo que enseña no son precisamente habilidades materiales o técnicas, sino que plantea un reto a la condición moral y de la consciencia, lo cual hace le más complejo de analizar.
Definir lo que es un juego es también una cuestión enredada. Los juegos pueden ser tanto lo contrario como lo mismo que el trabajo: ¿deja el trabajo de ser trabajo cuando pierde su remuneración? ¿Se convierte acaso un juego en trabajo cuando implica una remuneración? Y luego, ¿qué hay del arte? Entendemos que el arte se podría tocar con los juegos cuando se desarrolla en el campo de la interactividad, pero también hay que recordar que varias de las obras consideradas como pilares de la concepción de lo artístico están plagadas de juegos internos, que a veces apuntan sólo al divertimento. El Quijote es tan sesudo y laborioso como está lleno de guiños y juegos, que más que su estructura forman una red de significado bastante particular. En los juegos identificamos características como el objetivo (que otros entenderían como reto), la participación del usuario y —quizá más importantemente— las reglas. Podríamos aventurarnos tan lejos como para afirmar que sólo es necesario tener un conjunto de reglas para decir que se trata de un juego, ya que los juegos sin objetivo pueden funcionar de la misma forma (o sea, un sistema que funciona hacia el infinito), y los juegos que nadie juega no dejan de ser juegos. (Como reflexión ontológica, podríamos ver el ejemplo de la música, ya que ésta es una serie de ideas que pueden o no ser ejecutadas por una persona).
El concepto de lo que es un juego llega a tener magnitudes cósmicas; por ejemplo, la cosmología física en su afán de esclarecer los principios que hacen funcionar al universo, no hace más que describir una serie de reglas. El universo entonces, no sería otra cosa que un juego que, tanto alguien como nadie, está jugando, dependiendo de lo que consideremos como el usuario y finalidad del juego. Tradicionalmente, la teología dicta que la divinidad sentó esas reglas para jugar con ellas y que los hombre también sean parte; hay una gran diversidad de posiciones filosóficas que entienden a lo que llamamos realidad como una serie de reglas en las cuales estamos inmersos, y entonces ya hablaríamos de una simulación.
Los videojuegos están enclavados en esta dinámica sin que exista una diferencia respecto de la cosmología. Las serpientes y escaleras de San Gyandev establecen que las virtudes acercan al usuario al Nirvana, y los vicios aparecen como medio de regresión. Es una capacidad fundamental de la condición humana reconocer al tablero de juego como la vida y sus dificultades, entender que la resolución del juego es una circunstancia espiritual. Así como encontramos versiones electrónicas de las serpientes y escaleras, prácticamente cualquier videojuego genera una circunstancia de simulación, ya sea en el requerimiento de saltar un obstáculo, resolver una operación matemática o tomar decisiones de índole moral; las pocas o muchas variaciones que encontremos a este principio generarán algo similar. Es entonces el usuario, y no el sistema en sí, quien determina el uso y objetivo que vaya a tener el juego diseñado por el programador, ya sea divertimento, aprendizaje o reflexión.
(continuará…)