Por Mariana Orantes (@Maorant)
Me gustan los gordos porque el gordo es una extensión de calor que el otro —en vano—intenta cubrir. El gordo, diría mi maestro, es envolvente. Además, siempre es interesante observar tanta humanidad en un solo espacio: cada uno es diferente y sus movimientos se remarcan gracias al esfuerzo, algo casi teatral. Además, debajo de la piel, entre los pliegues, se descubren cosas, universos. Por eso, siempre que tengo a un gordo cerca, procuro observarlo y guardar cada uno de sus movimientos en una especie de catálogo mental que he creado en mi memoria para tales fines.
Por eso aquél día, cuando encontré un rarísimo ejemplar, fue para mí como encontrar una fuente extraña de la que abreva Dios mismo. Era una mujer de cabello corto que al caminar se tambaleaba cruzando las piernas, como si estuviera borracha, pero no lo estaba o eso creo. Tanto ella como yo íbamos rumbo al Metrobús y en varias ocasiones me encontré detrás de ella y su inmenso trasero bloqueando el paso. Inmensidad: extensión ilimitada, hay que hacerla comprensible; cada uno de sus brazos, fácil, era del tamaño de mis dos piernas juntas y vaya que yo no soy una varita de nardo. Así duplicaban su tamaño las piernas y su trasero, bueno, he ahí la inmensidad. Además, lo errático de sus movimientos me impedía rebasarla, pues pensé que en cualquier momento, si interrumpía su ritmo, podía caer sobre mí. Tenía manos pequeñas y nerviosas, las cuáles movía al caminar, como si fuera un ratón o un mapache; la cara redonda decorada por unas mejillas rojizas como dos manzanitas alegraban el rostro, los pliegues del cuello, uno sobre otro, parecían una gorguera fantástica de antaño o, más bien, el adorno de un traje futurista que veremos en pasarela por ingenio de un modisto inspirado en alguien así.
Al fin llegamos al Metrobús y cuando arribó el primer convoy, oh espectáculo de la naturaleza, la vi moverse tan ágil como una bailarina y acaparar el único asiento vacío. Yo me quedé de pie, frente a ella, durante casi todo el viaje que duró poco más de una hora. No habían pasado ni tres segundos de haberse sentado, cuando sacó su celular. Oh, el terrible sino del ser, abrió la aplicación de Pokemon GO y comenzó a jugar.
Hasta entonces, yo tenía relativamente poco tiempo con el juego: mi experiencia se reducía a dos o tres ocasiones en las que me di el tiempo (y el dinero) de salir un par de horas a caminar con la única intención de cazar pokémon y de aventurarme a las poképaradas. Vivo en Santa María la Ribera, un barrio pintoresco que es bastante noble con el flaneur. De cualquier forma, las tres veces, quedé exhausta pues recorrí de lado a lado el barrio y logré atrapar, a lo mucho, tres pokémon en cada excursión. Recalco que no soy muy buena en dicho juego y en verdad son otros aspectos los que me interesan, como contaré más adelante.
Yo tenía esta idea de que no podías ir a más velocidad de la que permite la aplicación, pues de inmediato sale un anuncio que dice algo como: parece que vas muy rápido, recuerda que no debes manejar mientras juegas. Sin embargo, esta mujer tenía la aplicación y como el transporte iba algo despacio debido al tráfico de las seis de la tarde (hora en que salimos de trabajar todos los Godínez) y se tenía que detener en cada estación, le daba perfecto tiempo de revisar las poképaradas cercanas a su radio de acción y atrapar, además, pokémon. Yo estaba fascinada. ¿Cómo puede alguien retorcer así el sentido de un juego?
Por supuesto que no hay cómo competir. Mis modestas excursiones por los alrededores de Santa María no se comparan, al menos en las estadísticas del juego, con recorrer de sur a norte una de las principales avenidas de la Ciudad de México (Insurgentes). Su nivel de juego era muy alto, pero ¿cuál es el sentido? ¿Para qué jugar así Pokemon GO si bien puedes jugar Candy Crush si lo que quieres es no moverte?
No sé cuál era la finalidad del juego, pero sí sé que uno de los objetivos es recorrer el mundo e intervenirlo con la aplicación. Pokemon GO revolucionó la idea romántica del flaneur, pues la imagen del mundo puede ser grabada e intervenida a ratos por las apariciones de los mostrillos; es una forma de observar el entorno, disfrutarlo de nuevo con caminatas, pero a la vez intervenirlo con un aparente “objetivo” (gotta catch’em all, ¿right?) e incidir en la fotografía (nuestra visión del mundo a través del lente de la cámara) mediante apariciones en tu pantalla (como un lente mágico o unos anteojos maravillosos que te muestran por un segundo otra realidad) con las que puedes interactuar (atraparlos o no). Mención aparte requiere la incidencia sobre el mapa, la cartografía de un mundo paralelo que puedes recorrer como antes se recorría el mundo de las hadas.
Es decir, si yo me aventuro por Santa María la Ribera para cazar pokémon y logro atrapar tres, no importa, porque no sólo hay que atraparlos, sino que el viaje se convierte en una experiencia misma, no abstracta, que incide en la realidad de quien juega. Eso me parece increíble, sin dejar de lado cómo la fotografía, o mejor aún, el lente de la cámara, se vuelve un ojo espía que muestra otra realidad en la cual no estás solo, otra realidad donde a cada paso hay seres fantásticos y personas dedicadas a ellos: un mundo sobre otro mundo.
Al final, cada quien disfruta el juego como mejor le parezca. Esta realidad aumentada (que más bien me parece realidad intervenida) no puede ceñirse a una sola experiencia del juego. Como la fotografía misma, el uso que le damos al lente, las formas de compartir nuestra intimidad, privacidad y entorno, han cambiado. Las reglas del juego cambian a cada momento porque son personas las que se disponen a jugar y cada quien juega como mejor puede. Tal vez para algunos no es tan importante disfrutar el entorno con caminatas como sí lo es para mí, tal vez para algunos es mejor guardar pokémon una y otra vez, compulsivamente. Tal vez la idea de realidad aumentada sólo se refiere a poner en alguna aplicación algo que de cualquier forma ya hacíamos: guardar personajes interesantes en nuestra memoria, personajes que no escoges, sino que aparecen y llaman la atención; personajes que después se vuelven parte de nuestra propia narrativa, que dejan el mundo abstracto y anónimo para convertirse en elementos que nos pueden ayudar… o no. Tal vez nosotros mismos somos mostrillos que alguien guarda en su catálogo de memorias para usar o justificar una narrativa. Porque no es nada nuevo, basta con ver los bestiarios medievales para encontrar nuestra fascinación como especie de hacer catálogos de bestias maravillosas (gotta catch’em all, ¿right?). Ya lo decía el gran Juan José Arreola en su Bestiario, y con estas palabras doy fin a esta cosa que ya se extendió demasiado: “Ama al prójimo desmerecido y chancletas. Ama al prójimo maloliente, vestido de miseria y jaspeado de mugre. Saluda con todo tu corazón al esperpento de butifarra que a nombre de la humanidad te entrega su credencial de gelatina, la mano de pescado muerto, mientras te confronta su mirada de perro. Ama al prójimo porcino y gallináceo, que trota gozoso a los crasos paraísos de la posesión animal. Y ama a la prójima que de pronto se transforma a tu lado, y con piyama de vaca se pone a rumiar interminablemente los bolos pastosos de la rutina doméstica”.
Mariana Orantes (Ciudad de México, 1986) Fue becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA generación 2011-2012. Ha publicado el libro de cuento infantil “Érase una vez en Los Beatos” (CONAFE 2012). Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas generación 2014-2015. Tiene cuatro gatos como fuente de inspiración. Colabora en el proyecto Terrario