Por: Yeni Rueda (@Chupacabritas)
No nos gustan los prejuicios, pero siempre caemos en su uso. Si en un programa inglés de autos se burlan del concepto del flojo mexicano nos brinca la grasa del cogote. O si una cantante pop gringa se “limpia el trasero” queremos que se le aplique la ley fuga por doble ofensa (ser gringa y por meterse con un símbolo patrio completamente caduco). Pero sí nos permitimos escupir frases: “Los japoneses leen puro pinche manga ¿o no?” Total, es chanza. “Mira, el japonesito no ve bien porque tiene los ojos medio cerrados”. No importa, es broma. “Yo no me siento a comer en la mesa de un chino, son unos puercos” (me pregunto si quien dice eso nunca ha comido tacos parados de la calle). No ofende a nadie, es un chiste. “No dejen que sus hijos vean anime, pues sólo los incitará al sexo y la violencia”, como si la programación de los monopolios televisivos no hiciera lo suficiente. Uno de los pocos libros que leí de niña fue una especie de infografía que Abel Quezada hizo sobre Japón. Fue la primera vez que ese país me entusiasmo, tanto, que hojeé ese libro más de cien veces. ¿Por qué me gusta tanto? No sé, es un misterio que no me interesa resolver. Pero el anime tiene que ver mucho con ese misterio.
Mis dos primeros recuerdos de la infancia involucran la sangre. El primero es estar acostada en una sala de la Cruz Roja, con un montón de doctores cosiendo mi ceja derecha (tal vez sólo era uno, pero yo siempre recuerdo un ejército de batas blancas). Me rompí la ceja al subirme a una ventana para poder ver a Daisy y Niki —una collie inglesa y un chihuahua— correr como locos en el jardín de la casa donde trabajaba mi mamá. El segundo recuerdo es el de una mujer tirada en un piso seco, con una flecha incrustada en el pecho que avanzaba lentamente hacia su corazón. Sus acompañantes tienen doce horas para evitar su muerte. Ellos hacen el trabajo sucio y ella simplemente espera a ser salvada, a pesar de ser una diosa. Ese día nació un genuino despreció por una heroína que no representa en nada a Atena, una de mis diosas favoritas del panteón griego. Maldita Sanaori
Mi papá está muy enojado por algo que hice. Es un monstruo moreno y gigante con una fuerza brutal. Sus palabras duelen en la piel tanto como sus golpes. Tiene la espalda marcada por el peso de cargas de tabicones, y las manos correosas por el trabajo diario en los jardines de los judíos ricos. Mi padre en ese momento tiene el nivel destructor de un EVA. No recuerdo el motivo de su regaño ni de su enojo, ni siquiera sus palabras. Sólo recuerdo su rostro adusto, las venas saltando de su puño, mi labio partido, mi lengua saboreando unas gotitas de mi propia sangre, mis ojos mirando el piso sin dejar de llorar quedito. En nuestra tele chamuscada está el opening de Los Súpercampeones. Llevo una playerita blanca con los rostros de Benji Price, Steve Hyuga, Andy Johnson y Oliver Atom, manchada con poquito de sangre también.
Siempre quise vivir en los Alpes. Cada domingo fingía estar ahí. Iba a casa de mi abuela y mi primo Jorge sacaba un LP y lo poníamos en el tocadiscos de mi tío. Entonces yo era una Heidi achocolatada y mi primo era Pedro. Siempre quise tener una cabrita que nos acompañará. Tengo un ansia enferma por probar el pan con queso de cabra que le da el Abuelo a Heidi durante su primer día en su casa. Caminé descalza toda mi infancia por imitación a esa niña salvaje y bobalicona. Sobre todo, anhelé un abuelito al cual cantarle, que me llevara a la cama, que me enseñara darle de comer a los animales y que me dejara de ver como el bicho raro de la familia, evitando todo contacto conmigo viviendo a tres pasos de mí.
Jorge era mi mejor amigo de la primaria y vivía en Temixco. Me gustaba pensar que mi mejor amigo de la primaria vivía en la misma ciudad que mi abuela favorita. Jorge y yo nos separábamos de la horda de niños que se iban a jugar futbol y de las niñas que daban de comer a sus bebégolositascome durante el recreo. Caminábamos por los patios de la Rafael Ramírez platicando de Dragon Ball Z. Un día estuvimos casi toda la mañana sin clases, y convencimos a nuestros compañeros para jugar a Dragon Ball Z con nosotros. Yo era Milk y él era Gokú. Me pase toda la mañana detrás de una jardinera platicando con Bulma. Cuando terminamos de jugar me dijo: “No lo hiciste bien, tenías que irme a gritar a cada rato”. El día de San Valentín le regalé una postal de Caterpie de Pokemón, porque era su favorito. Alguien le había ido con el chisme de que yo quería con él. Como todos los niños, se asustó y rompió la postal enfrente de mí. Atrás decía: jorge me caes muy bien. Me dejó de hablar durante dos años. Esa fue la primera vez que un amigo me rompió el corazón.
Yo aprendí a escribir en los foros de internet. Las mejores lecciones literarias las aprendí ahí. Los momentos más divertidos de la escritura, también sucedieron ahí. Mi época más fructífera de escritura fue ahí. Casi cinco o seis historias por mes. ¿Tenían calidad literaria? Eso no era importante, lo que realmente había que hacer era llenar y corregir los huecos argumentales que Masami Kurumada dejó en una de sus obras más notables. Hicimos lazos de amistad con gente a la que nunca hemos visto en persona, ni siquiera, en fotografía. Las críticas más honestas, divertidas y certeras se dieron en ese espacio, en dónde nadie aspiraba a nada más que a compartir una buena historia. No había becas, ni premios, ni publicaciones en revistas prestigiadas. Si acaso una condecoración en formato gif. Los fanfics también me sirvieron para poner a prueba una relación. Un día le di a leer un fanfic homoerótico que había estado escribiendo durante la clase de Contabilidad, a un chavo con el que platicaba todo el tiempo. No dijo nada mientras leía y su rostro era inexpresivo. Terminó de leer y yo esperaba lo peor. Drama del amigo all over again. Me devolvió las hojas de cuadro chico. Le pregunté “qué te pareció”. Dijo “está raro, como chistoso”. Me señaló un error de ortografía y sonrío. Ahí supe que estaríamos bien. Tenemos seis años estando bien.
Algún día saldrá a la luz la historia de cuando fui Alberich de Megrez, heredero por derecho del trono de Asgard, que me fue arrebatado por un equívoco pasional de uno de mis ancestros. Ahí se sabrá de mi mayor pecado: haberme enamorado de Hilda Polaris. En un momento, con ayuda de un sirviente de Poseidón (¿?) intenté derrocar a Hilda, hechizándola con el anillo de los Nibelungos, pero mi plan fracasó. Fui condenado a la burla pública. Hasta que apareció en mi camino Sophie Alberich, mi prima, la mujer que mi familia había destinado para mí y que rechacé. Ella me seguía amando, y yo amaba con más fuerza a Hilda Polaris. También la odiaba por la burla que acometió en mi persona. Sophie también la odiaba. Juntos, fraguamos un plan para derrocar a los Polaris, y devolverle a Asgard su gloria pasada. Tejimos una red de traiciones y especulaciones. Mi ejército se movió a Palacio. Pensamos que perderíamos, pero logramos vencer. Sophie y yo introdujimos una espada en el corazón de Hilda. Nuestras manos tocaban al mismo tiempo el mango de la espada. Asgard nunca regresó a su gloria pasada, y nosotros nunca fuimos felices. El clan de los Alberich murió con nosotros. Mer, este es un regalo para ti que prometo terminar algún día. Pondré todo mi cosmos en ello.
Mi papá dijo un día: Tienes 22 años, ¿todavía sigues viendo esos monos pendejos? No supe si era broma o reclamo. Pero papá ya no es un EVA. No le hago caso y me vuelvo poner los audífonos. Play al capítulo 1 del nuevo reboot de Sailor Moon.
El Eliseo está musicalizado por Seiji Yokoyama y por Joe Hisaishi.