A Iván Quan y Alfredo Merino
No conozco un mundo sin Mario Bros, tampoco sé de uno con el muro de Berlín y miles de cosas que existieron o no antes del 90. Mucho antes de tener conciencia sobre la devaluación del peso o la universidad, sabía que pasaba mis mejores ratos frente a la televisión. Y lejos de Los Simpson y otras series que fueron tan constantes en mis días, nada me fascinó tanto como Mario. Tengo que decir, también, algunas cosas. El rostro de Mario es el conjunto de lo bueno y lo malo en la industria de los videojuegos. Parte de la crisis económica de Nintendo, casa de Mario, se debe a que la mayoría de los videojugadores crecen y se cansan (basta entrar a foros de internet y comparar las ventas para verificar el dato). Hace un par de años que EA dejó de apoyar con títulos para las consolas caseras de Nintendo, y otras productoras ni siquiera lo intentan demasiado, como Rockstar Games, creadores Grand Theft Auto, la saga que alejó a toda mi secundaria y preparatoria de seguir jugando Pokémon. El cansancio crónico de las mismas franquicias y la búsqueda de alternativas con gráficos más realistas fueron los detonantes de la última gran era dorada de Nintendo. No es mi caso pese a todos los estigmas que existen no sólo de ser gamer, sino, encima, nintendero.
Tengo memorias de todo tipo que están íntimamente ligadas a Nintendo, como la noche que probé Duck Hunt con mi mamá; el día que jugué hasta el mareo Pokémon; cuando compré Animal Crossing con la primera quincena que gané en el Fondo de Cultura Económica; todas las pizzas y cervezas que consumí mientras jugaba Super Smash Bros. con mis amigos; la vez que me fui de la casa familiar y lo único que atiné a regalar a mis hermanos fue un Wii U; las horas más intranquilas de mi vida después de terminar y las más sensibles gracias a Mother 3 o la primera noche que pasamos mi novia y yo en nuestra nueva casa jugando Splatoon. A treinta años del Super Mario Bros. resulta fácil desvivirse en recordar las mejores entregas de la franquicia, hacer un top 10 más. Pero esto no es un atajo, es otro mundo. Mi mundo. Uno que no podría pasar sin estas diez cosas que aprendí de Mario Bros.[1]
El día que terminé la universidad tomé el metro para regresar, temprano, a casa. Ninguno de mis compañeros sospechó que ésa era mi última clase. En el camino pasé a un Blockbuster en el que vendían pastillas de dulce en paquetes conmemorativos de Mario. Compré el hongo rojo que ayuda a Mario a “hacerse grande”. Ya sabía que tenía un trabajo en el FCE, pero no tenía nada para adornar ese nuevo inicio. Decidí empezar con esa figura que quedó como evidencia de la importancia que tenía para mí ser honesto con lo que quería, pero sobre todo como un recordatorio de lo que necesitaba para sobrevivir en el futuro: crecer.
Quizá uno de los running jokes más interesantes de la comunidad gamer es la frase «the cake is a lie», que nació en Portal pero que de pronto parece una referencia directa a los videojuegos noventeros de Mario. Super Mario 64 inicia cuando la princesa Peach invita al plomero a comer un pastel. Él acude a la cita sólo para descubrir que otra vez-de nuevo fue secuestrada por Bowser. Pienso en el pastel como el sound and the fury de Shakespeare, que en realidad significa nada. Trabajamos para tener dinero, que a la vez usamos para tener una vivienda y cosas que nos gusten. La enseñanza más grande de los videojuegos es que el pastel sólo es una excusa, que quizá ni siquiera exista, pero está bien intentarlo, hacer como si eso arreglara todos los problemas. Hay veces en las que vale disfrutar el paseo sólo por el gusto de hacerlo, sin pensar en este sistema de recompensas y premios que, en verdad, son una mentira.
Es inútil tomar en serio la narrativa de Mario. Hay demasiadas fallas argumentales y poca cronología. Como si cada entrega fuera su propio universo paralelo que converge en lo único que importa: salvar a la princesa.
No puedo pensar en una palabra que, como timing, contenga el concepto de «tiempo», pero también de «suerte», simplemente no puedo. Esa es la belleza intraducible de Mario, el momento adecuado en el que hay que apretar el botón A.
Las oportunidades no se presentan envueltas en una bolsa transparente, sino atrapadas en una caja amarilla. El gato de Schrödinger de la nueva generación.
Recuerdo Mario y todas las veces que mi personaje moría. Recuerdo que después de un tiempo me quedaba sin vidas, pero no importaba (ya Braid, ese Mario retorcido de la escena independiente, hablaba sobre la importancia de aprender de los errores sin la necesidad de cometerlos). Recuerdo que una vez pasé cerca de una hora intentando pasar el nivel final de Super Mario 3D Land. Recuerdo que me dolía la cabeza. Recuerdo que apagué la consola. Recuerdo que volví a prenderla y que, de nuevo, fracasaba.
Mario no se muere dos veces de la misma manera.
El género de plataformas de videojuegos, aunque tiene ventajas, sufre de no ser lo más emocionante a nivel narrativo. Por eso a mediados de los noventa comenzaron a abrir la fórmula de Mario a otros géneros (Mario RPG, Mario Paint) y después explotaron con entregas como Mario Kart en el SNES y Super Smash Bros. para N64. A éstos acompañan otros spinoffs como Dr. Mario, Mario Hoops 3-on-3, Mario Strikers, Mario Tennis, Mario Party, etcétera. Si bien la mayoría de estos títulos se ayudaron de los personajes de Mushroom Kingdom para crear ventas, es innegable que parte del cansancio de los videojugadores y la industria se debe a la impactante cantidad de pocas ideas originales (¿desde hace cuántos años lo mejor se produce en la escena independiente?).[2] Aunque hay un par de hits importantes en cada título, cambiar de giro no es suficiente para recrear la innovación y sensación de hace treinta años con Super Mario Bros. No por nada cada entrega “clásica” de Mario quiere ser llamada “lo mejor desde Super Mario Bros. 3”.
Un día me atropellaron. No me fracturé de milagro y pude regresar a mi vida normal (bicicleta incluida) a los dos meses. El impacto fue mucho mayor para todos mis familiares y amigos que me repitieron hasta el cansancio que debía cuidarme porque sólo tenía una vida. Pienso que no es así. Conozco a pocas personas que nunca han experimentado de cerca el “casi te vas” que me pasó el día de aquel accidente. Quizá, como en Mario, tenemos vida x1 y, al terminarla, no morimos, no de verdad. Queda x0: ese momento en el juego en el que quien controla al personaje sabe que ésa es la única oportunidad antes del game over.
No tengo por qué negar que siempre he sido malo en los videojuegos, aunque la gente suele pensar lo contrario dado lo mucho que los disfruto. En realidad, el género que más disfruto es el RPG porque, como en mi vida diaria, sólo se requiere leer para seguir avanzando. Mi poco sentido de la sociabilidad me han hecho refugiarme en la ficción, pero aprecio que en la vida y en los juegos haya la posibilidad de, de repente, cuando la soledad es mucha, entrar al modo de dos jugadores.
Mi novia y yo teníamos apenas un mes de vivir juntos el día que descubrimos que habían robado a nuestro nuevo departamento, el que encontramos juntos para empezar otra etapa. Entre nuestras cosas ausentes estaban el Wii U y el 3DS, con sus respectivos juegos. Al otro día, mi novia me dijo que era importante que recuperáramos al menos el Wii U. No tenía, de nuevo, nada material, salvo la promesa de que en unas semanas ya tendría conmigo Super Mario Maker, el juego que coincide con los treinta años de Mario. No es cualquier juego. Apretar botones es sólo parte de la acción. Aquí se construye desde cero, la única fórmula con la que se puede replantear un juego como Mario. No imagino mejor juego para comenzar a (re)construir la casa que un día tuve.
[1] En adelante ocuparé Mario, en cursivas, para referirme a la franquicia o al conjunto de juegos en general, y Mario, en redondas, para cuando hable del personaje. En caso de referirme a un juego específico, ocuparé su nombre completo.
[2] Habría qué pénsar si el fenómeno de Splatoon también se debe en parte a ser la primer entrega completamente original que no es de una secuela de Nintendo en trece años.