Por: Antonio Cuamatzi (@Lobo_X)
Es notorio cómo el género humano ha desarrollado un especial gusto por la destrucción. Comenzando desde su propio hábitat, pasando por otros seres vivos y hasta a sí mismo, ya sea en carne propia, o la de sus semejantes bajo cualquier pretexto imaginable. No siempre ha sido por mano propia (incluso esta característica se ha reducido a uno que otro psicópata), la conciencia es menos tormentosa si dejamos recaer la responsabilidad de acabar con el enemigo en figura del gobierno; de arrasar con la naturaleza en manos de la industria ganadera, maderera, minera, etc.; o, aunque sea de manera ficticia, de permitir que un ser extraño se dé vuelo arrasando ciudades completas solo para entretenernos.
Este último punto, ¿será consecuencia de una muy escondida pero latente ambición de poder tener en nuestras manos la capacidad de llevar a cabo una devastación a escalas inimaginables? ¿Será este el tipo de admiración hacia el monstruo oriental favorito por excelencia, Godzilla?
Dejémonos llevar tiempo atrás: años, no, siglos, tampoco, ¡milenios hace ya! Que en su total incomprensión de los fenómenos naturales, sobre todo algunos tan poderosos como el relámpago, al hombre se inició en la tradición de deidades e idolatrar aquello que no es capaz de dominar. Una vez que tuvo un puñado de dioses bien argumentados, bastó con inculcar el miedo entre la población para que aquello se volviera tradición, leyenda, religión.
El desarrollo científico y tecnológico trajo consigo nuevas formas de aniquilar vidas humanas que superan en efectividad, disponibilidad, versatilidad y rapidez a las naturales. Y aunque estas últimas no fueron desplazados de sus altares, las armas se volvieron objeto de admiración y codicia entre quienes solamente están viendo a quién perjudican y no sólo entre todo aquél que vive bajo peligro, sea imaginario o real.
El kaiju que nos ocupa esta ocasión salió a la luz de la nueva era apenas nueve años después del máximo conflicto bélico que ha vivido la humanidad, la Segunda Guerra Mundial, y especialmente, del lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. De modo que la huella de la tragedia seguía muy fresca en la memoria del pueblo nipón cuando surgió una nueva, aunque ficticia, amenaza para la tranquilidad que no había terminado de asentarse en aquel lejano país; situación acentuada por las múltiples pruebas de arsenal nuclear realizadas en el océano Pacífico desde el año 1946. Bajo esas circunstancias fue imposible evitar ver en la figura del monstruo una alegoría de la historia reciente del Japón, dando lugar a una de las relaciones más extrañas, oscuras y memorables entre el público y un personaje fílmico.
El estreno de la primera cinta del emblemático personaje se remonta a 1954 –no habían pasado ni 10 años de los sucesos nucleares que ya les comenté. Producidas por TOHO se realizaron en una época cuando las películas con temática bélica eran las que mayores reflectores recibían. Durante su filmación se utilizó la curiosa técnica de Tokusatsu (efectos especiales): Suitmation: en donde una persona se disfrazaba del monstruo y destruía maquetas hechas con modelos bastante baratos y fáciles de conseguir.
Pensando en Godzilla como una representación del enemigo real, volvemos a la admiración mencionada al comienzo de este escrito. El kaiju surgió de las profundidades del océano, de cuya protección había salido muy ocasionalmente para despacharse una que otra joven virginal en el pasado y regresar a sus aposentos a seguir alimentando las leyendas populares, atemorizando niños mediante historias contadas por los ancianos. En un punto infeliz de la existencia humana, las bombas de hidrógeno probadas en las islas del Pacífico lo despertaron de su letargo y entonces ya no hubo paz para nadie en varios kilómetros a la redonda. La única diferencia primordial entre esta parte de la metáfora y la realidad, es que no imagino a chicas inocentes siendo sacrificadas en laboratorios de física avanzada para impedir que las pruebas de reacción nuclear se salgan de control…
El Profesor Kyohei Yamane (interpretado por Takashi Shimura), de las dos primeras películas, hace una pregunta clave que, desde el punto de vista de la metáfora, resulta en pleonasmo: ¿por qué la criatura sigue viva tras un ataque nuclear? De sobra está explicar que el desarrollo de armas nucleares ha ayudado en parte a entender mejor los procesos de fisión/fusión del átomo, alimentando el conocimiento en la materia y contribuyendo a bombas aún más letales. Pero Yamane-hakase va más allá todavía: sugiere que “Godzilla debe ser estudiado mientras viva”, y aquí llegamos a la parte más densa de la película, ya que esto podría verse como el oscuro deseo del Japón Imperial de haberse podido hacer con la herramienta necesaria que habría impedido su derrota. Acentuando estas ideas, quien plantea dichos cuestionamientos es un hombre de ciencia, ¿quién en su sano juicio osaría desaprovechar la oportunidad de investigar los terribles secretos que envuelve el velo de la destrucción?
Por si faltara algo en esta alegoría macabra, el desenlace de la cinta original nos da la respuesta más efectiva contra una fuerza destructiva: un arma todavía más cruel: el Oxygen Destroyer, con la que es vencido Godzilla por primera vez (y en donde también decide morir el científico para evitar que su conocimiento de la mencionada arma se propague). Puede ser accidental o no, pero cómo dudar que así como hemos creado nuestros propios godzillas en la vida real, pronto hallaremos el modo de vencerlos… Destruyéndonos en el proceso.