“May I please have your phone number? We should chat about Professor Oak. I’m sure it will be loads of fun!”
-School Kid Chad, Pokémon Gold/Silver/Crystal
por Gablot ier Van (@Gablot_ier_Van)
La primera vez que jugué Pokémon fue hace varios años; ya existía el Game Boy Advance, pero no el SP. Un amigo me prestó su viejo GBC con una copia de la versión Azul en la cual ya no se podían guardar las partidas. La obsesión por tener uno propio no cesó hasta que conseguí las versiones Rubí y Zafiro. Ocurrió el primer desencanto: ambas versiones contaban la misma historia. Por disciplina, terminé la Liga en ambos cartuchos pero algo se sentía raro, incompleto. Tardé varios años en comprender que si quería capturarlos a todos necesitaría la ayuda de alguien.
La franquicia de los monstruos de bolsillo tuvo un gran descaro y un gran acierto: la mecánica de juego exigía tener, al menos, un compañero con otra versión del título; ello impactaba de dos formas: el coleccionista ansioso se haría de todas las versiones para descubrir (o aunque ya supiera) que trataban de lo mismo, salvo por algún detalle; los jugadores estaban obligados a convivir entre sí, a intercambiar algo más que datos: experiencias de vida.
El gag respecto a la forma en que dos entrenadores entablan una “relación” entraña quizá algo más profundo: “Cuando dos entrenadores se miran a los ojos están obligados a pelear”. Es una máxima del juego (un elemento alegre porque evita buscar enemigos a lo largo del mapa y porque sirven de migajas de pan que indican el camino cuando uno se pierde) que quizá repercute de otra forma en la vida. El mismo amigo que me prestó su versión Azul hizo amistad con otro compañero de clases, con el cual rara vez hablábamos, el día en que, sin querer, ambos llevaron sus Game Boy con su título (distinto uno del otro) de Pokémon durante un paseo escolar; les basto mirarse y preguntar “¿una batalla?”.
Desde las primeras versiones, Pokémon exigía jugarse entre dos (o más). No sólo consistía en mercadotecnia el escoger tu color favorito (ese efecto de “personalización” que permiten los RPG), sino que implicaba una convivencia obligada con los otros, desde preguntar si jugaban hasta pedir descaradamente ese Arceus.
Se podría decir que Pokémon se divide en dos partes: la primera, el entrenamiento personal donde el jugador termina el modo historia, gana la liga y aprende a criar (algo que no parece precisamente útil en ese momento pues ningún NPC puede contra tu Blaziken nivel 100); la segunda ocurre después de eso, cuando encara por primera vez a otro entrenador que ya terminó el modo historia y que ya ganó la liga. Comienza el intercambio para completar la información del Pokedex, comienzan las batallas en las que Blaziken languidece contra cualquier tipo agua (y rezas porque no saque un Marshtomp). Incluso, algunos colegas que se hicieron de las primeras versiones, me comentaron que el juego les pareció un poco aburrido pues no tenían con quien jugar; en lo personal, confirmo esa idea: fue terriblemente tedioso y frustrante acabar la Liga sin tener con quien competir posteriormente (levelear no tiene sentido si no hay a enemigo por vencer).
Todos los juegos llevan una enseñanza simbólica; la de Pokémon es de una forma muy intuitiva y orgánica, la necesidad del otro: todo juego está incompleto si no hay alguien más en el mundo. Es cierto que títulos como Final Fantasy también llevan ese mensaje (siempre duele perder un miembro de la Party), pero incluso ahí, sólo una persona tiene el control sobre los personajes; con Pokémon es distinto: en verdad se necesita de alguien externo (a la pantalla y a uno mismo) para tener la experiencia completa de juego. Los niños-entrenadores se llevan (tal vez de forma inconsciente) esa enseñanza: sin mi compañero, mi rival, el (poké)mundo no tiene sentido (Ash y Gary en sus distintas presentaciones).
De cierto modo, Pokémon ya estaba diseñado para escapar de las consolas y mezclarse con la vida misma. Los entrenadores están obligados a hablar entre sí para pedirse ítems, pokes o para retarse; deben seguir un código de comportamiento: los turnos y, lo mejor, no hay derrotas insufribles: siempre se puede acudir al Centro con la enfermera Joy para restaurar HP y pedir la revancha. Porque sólo así se mejora en ese juego: con un contrincante acérrimo que buscará vencerte a toda costa (y viceversa); sin darse cuenta, lo que hacen ambos es darse la mano para ascender.
Gilberto A. Nava, “Gablot” (México, D.F. 1990). Estudió Letras Hispánicas (FFyL/UNAM). Como poeta es un excelente cuentista. Pambolero por herencia genética y cruzazulino por resignación; fanático de Zelda y fiel Testigo de Gokú. Mantiene el blog Infernáculo y la cuenta de twitter: @Gablot_ier_Van.