Este año quisimos hacer algo distinto a los anteriores. Más que ofrecer una guía de regalos, pensamos que una mejor idea sería platicarles sobre regalos navideños que nos han marcado. No quiero hablar de producto útiles, sino contarles la historia de los objetos que han marcado mi vida. Después de todo, un videojuego no significa nada en un aparador: sin el videojugador es sólo un cascarón inanimado.
Éstos son los dos obsequios navideños que marcaron mi vida.
Super Mario RPG: The Legend of the Seven Stars
Ya he hablado antes de este título y sobre cómo me escabullía en la noche para espiarlo en su escondite plateado de regalo navideño. No sólo es el primer juego al que dediqué todos mis esfuerzos hasta terminarlo al cien por ciento, sino que, gracias a él, debí aprender a leer inglés para terminarlo (estúpido pastel de bodas de Marrymore). Eso significó, años después, mi primer acercamiento a la literatura, que desembocó en mi vocación universitaria.
Innocentes, jugamos sin saber que —como cualquier otra forma de expresión creativa— un videojuego tiene el poder de cambiar los paradigmas que rigen nuestra vida. Super Mario RPG no es el mejor RPG de la historia y su importancia histórica podríamos reducirla incluso a una curiosidad o a un gesto de unión entre dos compañías que tiempo después se separarían; sin embargo, en mi cosmogonía personal, este título ostenta un lugar importantísimo. Los noventas para mí son estar encerrado en mi cuarto en la madrugada, con dos rayas de volumen en el televisor, a oscuras salvo el acalorado brillo de la pantalla, intentando encontrar los cofres invisibles de este juego.
Hay experiencias que atesoramos más por las circunstancias que por el objeto que las produce. Es por esto que jamás volverán a sentir la emoción que tenían cuando iban a llegar los reyes o esa sensación de abrir una caja de Super Nintendo. Ya no suena tan descabellado nuestro abuelo que nos sugiere atesorar la niñez. Si viven desencantados por los juegos de hoy en día les tengo una mala noticia: no es culpa de ellos, sino de ustedes y sus circunstancias actuales.
The Legend of Zelda: Ocarina of Time
Creo que también he hablado de la Navidad en la que recibí este juego como obsequio. Ese día 24 dormí pensando cómo podría pasar cierto cuarto imposible del Deku Tree. Me levanté emocionado con un montón de soluciones que había ideado. Recuerdo que me dio tiempo de salir a Hyrule Field antes de regresar a Puebla.
Suena a cliché que este título sea tan especial; sin embargo, a mí me recuerda una etapa de mi vida en la que cada juego tenía un significado único. Tal vez no sabía nada de la industria ni de quién los desarrollaba ni tampoco tenía un panorama muy amplio del mercado: lo importante era que este juego era un tesoro invaluable en mis manos. De todo mi vocabulario, la palabra “magia” define con más rigor la experiencia que significó para mí jugar en 1998 Ocarina of Time: la caja dorada, el manual, el cartucho, la música, el televisor SD… todo configuró una mitología personal que sobrevive hasta el día de hoy.
Por años he buscado reproducir el aura mágica que emanaba Ocarina of Time, pero todo se ha esfumado. Han pasado los años y los juegos, pero jamás he vuelto a sentir lo mismo que cuando disfruté por primera vez estos dos juegos. No espero que en lo que me queda de vida esto pueda volver a ocurrir, así que atesoro estas dos memorias que resplandecen desde mi niñez y adolescencia. Mi trabajo a veces me orilla a ver los videojuegos como un mero producto o servicio de consumo; sin embargo, estos dos títulos me recuerdan siempre por qué amo este medio y lo que es capaz de provocar y expresar en nosotros.