Por extraño que parezca, los infieles existen. Encontrar a alguien que no se haya sentido hipnotizado de principio a fin con Dragon Ball puede ser algo muy poco anecdótico, excepto por aquellas ocasiones en las que una de las dos partes insiste en la divinidad o en la ridiculez de esta serie. ¿Pero por qué sí o por qué no nos resulta encantadora esta saga? Entre el humor y el empecinamiento comienza una batalla sin sentido por jurar y perjurar sobre la tumba de Gokú (elíjase la que se elija) que, tras agotar las fuerzas de ambos, suele terminar en una plática sobre las banalidades del clima. Así de necio es, uno debió tener la experiencia de verla pues, de lo contrario, el asunto se vuelve inenarrable.
Sin embargo, ciertamente existen las anotaciones interesantes por parte de los blasfemos; anotaciones, que, por así decir, tomadas con buena actitud, se convierten en un excelente pretexto para pensar (cosa increíblemente entretenida) sobre las curiosas características que hacen de ésta una de las series más interesantes, por decir lo menos, que hayamos tenido el placer de ver. De una vez advierto que deben disculpar mi intensidad: soy, además de dragonbolero, filósofo de formación. Qué se le va a hacer.
En alguna de aquellas ocasiones, bien colocado en mi terreno, me dispuse a intentar la siempre complicada conversión a la palabra de Kamisama. Cuando terminé de dar ese discurso, que siempre se antoja infinito, sobre las virtudes de la trama, mi contrincante me contestó: “¿básicamente me estás recomendando que me aviente la historia de unos sujetos que, frente a villanos que parecen invencibles y que se vuelven cada vez más fuertes a través de transformaciones, encuentran el poder suficiente para, vaya sorpresa, transformarse ellos mismos en súper-lo-que-sea nivel n y vencerlos? ¿Me estás diciendo, además, que esto ocurre una y otra vez y que en todas y cada una de esas ocasiones te emocionaste como si estuvieras viendo algo sin precedentes? ¡Cómo, si sabías de antemano lo que iba a suceder!” Ok, aceptémoslo: este tipo tenía un punto.
Lo que para él era absurdo para mí resultó, no obstante, fascinante. En efecto, pocas narraciones hay que sean tan metódica y sistemáticamente cíclicas como Dragon Ball Z. Gokú y compañía, a lo largo de generaciones y generaciones, no hacen más que pelear contra sujetos de fuerzas descomunales que, dicho sea de paso, aparecen siempre en orden del menos al más poderoso: no vaya a ser que nuestros héroes aún no estén preparados para enfrentarlos. Estos villanos se convierten, al menos tres veces, en seres cada vez más aterradores hasta que meten la pata lo suficientemente profundo como para que los benévolos guerreros se enojen de verdad y entonces sí: se transformen en una versión acaso más extraordinaria y legendaria de sí mismos y los venzan. De eso va todo el asunto. No hay más… ¿o sí?
Ahora la pregunta aparece clara: ¿por qué, a pesar de que Dragon Ball y sus respectivas secuelas son algo tan endemoniadamente predecible y estructural, resultan tan entretenidas y sorprendentes? Quizá la respuesta que hemos de aventurar, como los fieles que somos, deba comenzar con ese “a pesar”. La naturaleza repetitiva de Dragon Ball no es uno de sus defectos, sino quizá la más extraordinaria de sus virtudes. El arte de contar una historia, que es una y otra vez la misma, justamente consiste en no contarla nunca igual. Lograrlo es complicado, pero si ocurre, el resultado es una narración que trasciende los límites de la simple ocurrencia casual para transformarse en algo eterno, casi en sentido religioso. El tiempo cíclico tiene la virtud de acercarnos a lo divino, sin importar que se trate de un libro sagrado y milenario. O de un ánime.
A la luz de la observación de aquel sujeto que pretendía impertinencia, la Odisea de Toriyama se antoja de dimensiones mucho más sagradas de lo que a simple vista aparenta. La estrategia es tan brillante como simple: contando una historia aparentemente lineal, las repeticiones mántricas construyen un mito de forma más bien parecida a un espiral. Todo ocurre una y otra vez, pero no de la misma manera. Toda repetición es para ascender. Los pequeños detalles variables cobran un tamaño y una importancia inabarcable y cómo no, si se trata de lo nuevo en el horizonte de lo eterno e inamovible. Por su parte, aquello que es lo constante afirma su importancia y su maravilla al mostrarse siempre triunfante, sin importar las diferencias que puedan aparecer a cada vuelta de tuerca.
Imaginen el universo, oscuro y descomunal como es. Ahora imaginen la aparición repentina de un planeta o, mejor aún, de una estrella brillante y violenta irrumpiendo en la continuidad. Exactamente esto es lo que ocurre con cada uno de los acontecimientos de la historia, que se colocan en el justo lugar en una serie de sucesos que a cada paso reafirma su orden y su necesidad. La metáfora no es gratuita: justamente este método es el que permite que Dragon Ball alcance una envergadura de talla interplanetaria: cósmica, en el pleno sentido de la palabra.
Las travesías de Gokú, Piccolo y Vegeta (dos de los villanos que eventualmente usan sus poderes para el provecho de los inocentes, como no pueden faltar en ninguna mitología clásica) los llevan a transitar los terrenos del cielo y el infierno, de mundos desconocidos más allá de nuestra galaxia y, como no, de la inmortalidad, siempre bajo el ritmo in crescendo al que obliga la aventura, siempre triunfantes, siempre sorprendentes.
De esta manera, Dragon Ball Z puede enlistarse en el reducido grupo al que pertenecen las narraciones más sagradas, las fundadoras, ésas que logran captar la doble naturaleza del universo: sin nada nuevo bajo el sol, tan extraordinario como el sol mismo. ¿Hace falta algo más?
Manuel de León (Ciudad de México, 1989) Estudió Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha fundado seminarios de lectura e investigación sobre textos como “La fenomenología del espíritu” de Hegel y “El ser y el acontecimiento” de Alain Badiou. Es cofundador del colectivo de análisis político @plumasatomicas y redactor de política y cultura en Sopitas. Se considera wittgensteiniano y, por supuesto, “dragonbolero” de corazón.