El viejo Kant declaró una vez: “el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. El contexto, por supuesto, es todo: él hablaba de las dos cosas que más lo asombraban y despertaban su admiración. Hoy podemos cometer la anacronía irresponsable de imaginar a un hombre que nacerá en el futuro y repetirá, sin saberlo, esas mismas líneas: “La materia fría y negra que conforma el espacio ha sido cortada por las alas de mi vehículo mientras viajo más rápido que la luz. Derramé la sangre de otro en la fuente de una gigantesca estación espacial con forma de orquídea. Visité mi propia tumba en un gélido planeta con tres lunas. Hierve en mi cráneo mi cerebro (la estructura más compleja del universo) y es un símil orgánico de la despiadada geografía del universo. Persigo mi destino como Cerbero asecha a los muertos que intentan escapar del Hades. Frente a mí hay, no un sencillo paraje de caminos que se bifurcan, sino un entramado de ríos que se unen y se separan caprichosamente —al final, todos desembocan en
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