TAN DIFÍCIL DE DESCIFRAR COMO UNA INSCRIPCIÓN MAYA, La-Mulana es el más complejo metroidvania que existe y la mejor carta de amor al old school japonés que haya producido jamás la escuela indie. Es un reto tan formidable que en cierto modo te hace sentir orgulloso por la humanidad el mero hecho de que alguien, no sabemos quién, haya podido terminarlo al cien por ciento: no sé quién sea el Champollion, el Evans o el Knórosov japonés que conquistó por primera vez el enigma de La-Mulana, pero estoy casi seguro de que el resto se ha limitado a copiar las respuestas de ese prodigio desconocido. Dejando a un lado el homenaje a aquél Prometeo de la raza videojugadora, La-Mulana es uno de esos raros equivalentes electrónicos de la obra total (Deus Ex, Dwarf Fortress, Ancient Domains of Mystery o Mario 3 son otros ejemplos), una empresa tan ambiciosa, tan colosal, tan definitiva y asombrosa, que todos los demás representantes del género están condenados a ser pálidos reflejos, pedazos, astillas de este Tikal, esta Chichén Itzá de las mil columnas virtual.
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