Me arrodillo. El peso de mi armadura impide que mi cuerpo se mueva con gracia (está diseñada para acompañar al guerrero en la batalla, no para realizar imploraciones). Mis ojos han fatigado galerías nauseabundas y han contemplado horrores inenarrables. La luna exhibe un fulgor que penetra con timidez el frío aire de la catedral. Manichaeus soñó un mundo de lucha eterna: la luz (el espíritu del hombre) contra la oscuridad (su cuerpo). Yo me precipito hacia la carne. Debo sumergirme en un abismo indescifrable de vísceras y sangre. Sé que el enemigo es un río rojo de espadas que no dejará de fluir. Somos rocas en una represa de huesos que contiene a las huestes negras del Infierno. Me levanto y desenfundo mi espada; la armadura que rodea mi cuerpo me permite sentir el dolor encarnado de cada uña en pie destrozado, la magulladura en mi brazo derecho, la punta de flecha en mi muslo, el enclaustramiento de mis pulmones en el sarcófago de mi tórax. Esta dama de hierro me protege y contiene mi abdómen, que es un frágil saco de órganos. Soy un despojo. Pienso en Manichaeus y su universo dual de luz y sombra mientras me hundo en las catacumbas de la catedral. Los únicos matices que conozco son los de la sangre en mi espada. En el orden natural, hay arriba y abajo (el hombre está en el centro: corremos la suerte de sucumbir al cubil abismal o resplandecer en el alto cielo). Yo decidí ser una centella en el Palacio del Terror. Mi armadura relumbra incluso en la fragua del Infierno.
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