Los videojuegos son muchas cosas y hay otras tantas que no son. Con seguridad, podemos decir que quienes frecuentamos espacios como Atomix tenemos algún tipo de interés en ellos, desde el casual hasta el fanático. Para algunos representan diversión y entretenimiento sin compromiso, pero existen aquellos que los tienen en tal estima que los han convertido en un modo de vida. Sea cual sea nuestra motivación por los videojuegos, los miembros de esta comunidad tenemos interés en ellos así como se le tiene a la literatura, el cine o la música. Esto se debe a que en realidad son parte de un mismo todo: la cultura.
De entre todas las definiciones que podríamos discutir de “cultura”, lo que nos interesa aquí serán las expresiones humanas de significado trascendente o, en otras palabras, aquello que deja huella en el espíritu. Con esto nos perfilamos hacia el arte y la memoria. Quizá parezca obvio por qué nos referimos a lo primero pero no a lo segundo: la memoria es fundamental porque, básicamente, es lo que nos hace hombres; el devenir de la cultura corre paralelo al de la historia, y la historia comienza —podríamos decir de manera tajante— con la escritura. Todo aquello que, por miles o millones de años, le sucedió al hombre antes de la palabra escrita quizá perduró en la evolución de la oralidad, pero en algún punto tuvo que desvanecer como sombra. La memoria es la fuerza que nos forma de entre el liviano polvo del tiempo: incluso, decir que la humanidad es memoria es una aseveración de peso biológico ya que los genes son un almacén de los conocimientos del mundo. En una extraña ejemplificación hipotética, el cuento de Borges “Funes el memorioso” presenta un hombre que, al tener memoria inagotable (en realidad es sólo que no categoriza en memoria a corto y largo plazo), se extiende a sí mismo hasta el infinito. Digamos un inmortal de la consciencia.
La primera palabra escrita por un hombre, o el vestigio de escritura más antiguo que se tenga, cuenta con más valor que cualquier fósil ya que habrá dejado huella de la capacidad de reflexión humana. Aunque carecieran de veracidad científica, los relatos de Gilgamesh o del diluvio serán más relevantes que la verdad de los residuos orgánicos porque dan fe de que en algún momento nos volvimos seres sensibles. Si retrocedemos aún más, la historia de las religiones, en todas sus formas, atribuirá el surgimiento del habla (y también el de la escritura) no a una necesidad biológica de supervivencia, sino a un regalo de la divinidad.
Los diferentes cultos y cosmogonías han dado explicaciones sobrenaturales a por qué el hombre es diferente a las bestias. En el pensamiento hebreo Adán fue dotado con señorío sobre la creación, en el helénico los dioses revelaron a los hombres el entendimiento del mundo. Esta segunda referencia no es del todo exacta, ya que no fueron los dioses en general, sino un personaje en particular: al titán Prometeo se le atribuye la osadía de robar el fuego a los dioses para dárselo a los desvalidos hombres, otorgándoles con ello la ciencia y tecnología. Su figura representa la mitad del camino al punto que nos interesa llegar. La otra mitad viene como regalo de las musas, de cuya inspiración podemos decir que tenemos las artes, y entonces finalmente podríamos hablar de aquello que deja huella en el espíritu.
Se considera que una de las principales aportaciones de Alan Turing fue la conversión de sujetos de la lógica simbólica en entidades matemáticas, físicamente representables mediante dispositivos de cálculo. Un asomo de su valor filosófico es la solución que daba al problema del cuerpo-alma que se arrastraba desde el dualismo cartesiano. En otras palabras, Descartes se preguntaba en qué punto del cerebro era que coincidían el cuerpo físico con el alma de los hombres (o sea, la mente), y Turing logró formular un sistema en el cual un dispositivo de cálculo podría —teóricamente— ser programado (ser alimentado con la información necesaria) para realizar operaciones exclusivas de la mente humana. Aquí es donde la inteligencia artificial comienza su proceso de materialización.
¿Por qué tendría que ser la inteligencia artificial importante en la historia de la cultura o del arte? Antes del surgimiento de la inteligencia artificial, el matemático Martin Gardner ya advertía que las máquinas lógicas no tenían que ser el casi perverso entretenimiento de un exclusivo puñado de ingenieros. Una de las tantas formas de la expresión artística está construida sobre el fundamento de la inteligencia artificial y la computación: hablamos de los videojuegos. Ellos ejemplifican con transparencia que, como Turing habría perfilado, la computación no tiene aplicaciones exclusivamente intangibles, técnicas, o de ocio matemático. Los videojuegos se han convertido en una plataforma para la expresión estética y de la consciencia; contienen todas las formas del arte sin excepción alguna (aún las menos obvias como el teatro, la arquitectura y la escultura) y nos hacen interactuar con ellas en formas que originalmente no habían sido concebidas.
La innovación viene del olvido. La sentencia que conocemos mediante la literatura semítica de “nada nuevo hay debajo de sol” (que ya cuenta con milenios de antigüedad) implica que, gracias a nuestra capacidad de retención/transmisión de la experiencia de vida como información, nuestro paso por el mundo es hasta cierto punto limitado; ya que los hombres mueren sin conocer todo lo conocible, siempre habrá quienes redescubran el mundo. Los exploradores del espacio exterior —así como del ciberespacio— quizá no experimenten emociones muy distintas a las de los primeros hombres que aprendieron a cazar, o a domesticar animales. Nuestras historias se van reciclando ad infinitum, con la esperanza de que la innovación llegará en un contenido viejo pero con una forma desconocida, o que se ha olvidado y luce como nueva.
Ni las historias ejemplares de la Escritura, como los personajes arquetípicos de los Clásicos, agotan su capacidad de expresión porque básicamente seguimos siendo los mismos hombres; en la perspectiva evolutiva, desde la invención de la escritura hasta la internet y el online gaming, sólo ha pasado un pestañeo de tiempo, insuficiente para generar innovación como especie. Nuestras ficciones siguen siendo las mismas, sólo que con diferentes nombres para los héroes o los monstruos. Desde Adán y Prometeo, hasta el Gólem y el monstruo de Frankenstein, hasta Rick Deckard, Mega Man o Neo, nuestros arquetipos son prácticamente los mismos. Desde los más antiguos cultos politeístas hasta la teoría de la conspiración, y el Antiguo Astronauta, no dejamos de referir nuestra humanidad en los mismos términos.
A Hefesto, el dios griego del fuego, los herreros y los artesanos, se le ha equívocamente atribuido la creación de la humanidad. Esto quizá por extensión debido a que él formó a Pandora, la primera mujer, como castigo para los hombres a causa del adelanto que les brindó Prometeo. Sin embargo, hay un detalle de Hefesto que a veces se pasa por alto, que, además del gigante de bronce Talos, construyó hombres metálicos dotados de movimiento, lenguaje e inteligencia. En otras palabras: autómatas.
Si por momentos vemos a Hefesto como símbolo opuesto de Prometeo, este detalle nos revela que en realidad buscaban lo mismo en tanto al desarrollo de criaturas, y que la inteligencia artificial, al igual que el habla, la ciencia y las artes, es un don divino. De cierta forma podríamos considerar que los videojuegos ya tenían su lugar reservado en la memoria y la cultura por designio de los propios dioses. Pero antes de hablar de inteligencia artificial como una representación de la sensibilidad humana, habrá que referirse a un concepto más básico pero de mayor trascendencia: la memoria artificial.
(Continuará…)