SR388: El mundo en un frasco

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Aunque nadie puede afirmar que la imaginación es una facultad exclusiva del hombre, la consideramos como uno de los elementos que mejor definen la condición humana. A ésta le atribuimos toda clase de fenómenos, sobre todo de conducta, tanto negativos como positivos. La idea que entendemos por “imaginación” procede del francés antiguo, que a su vez viene del “imaginatio” latino, y se refiere originalmente a las imágenes, en específico a las que residen en la mente, como las alucinaciones. Si la generación de imágenes es, entonces, algo que nos vuelve humanos, ¿qué diríamos de las máquinas con capacidad de generar imágenes? No sólo proyectar imágenes o desplegarlas, sino generarlas.

Cada siglo nos hacemos más dependientes de la visión y menos de los otros sentidos. Por ejemplo, si dependiéramos sólo del olfato para sobrevivir, o al menos para alimentarnos, estaríamos condenados. Hoy sería absurdo considerar una era tecnológica basada en sensores aromáticos, en vez de pantallas; eso sería tema de ciencia ficción. Encima de nuestra dependencia de lo visual, la imagen ha demostrado ser de alta efectividad para codificar y transportar información. Más de una forma del arte o experiencia estética depende de la imagen: el movimiento, la forma, el color, etc., necesitan principalmente de los ojos.

sr388-el-mundo-dentro-de-un-frasco-1La narrativa es por excelencia un motor de re-creación del mundo

 

, lo cual es en sí un proceso bastante intrincado. En la concepción clásica, a la poesía se le relaciona con el cántico (recordemos que la música se considera abstracción pura) y los sentimientos, por eso su carácter etéreo y en exiguo concreto. Por el otro lado, la narrativa explota la precisión en cuanto al detalle en sus descripciones; a eso se debe la eficacia de contar historias a los niños para ayudarlos a desarrollar su entendimiento y consciencia: enseñarles a que, a través de palabras e ideas, generen imágenes que sean tanto referencia referencia de lo conocido como lo inexistente. Desde la pintura y la fotografía, hasta el cine, ha sido a través de imágenes que compartimos sueños e ideales, además de las experiencias meramente documentales, sólo era cuestión de tiempo para que apareciera un medio de expresión que generarse imágenes a partir de la interacción con el espectador. Por muy primitivo o sofisticado que estimemos su mecanismos, hoy reconocemos en los videojuegos esas máquinas que generan imágenes.

En este particular punto de la historia, nuestra interacción con el mundo es primordialmente visual. Hay muchas posibles razones para esto y otras tantas imposibles que podríamos considerar. Diciéndolo tajantemente, los hombres son apenas una consciencia (lo cual, encima, es una idea problemática) que se asoma al exterior, como si el cuerpo fuera un periscopio. Los primeros pensadores que se consideraron alquimistas hablaban acerca del homúnculo, que era un pequeño hombre viviendo dentro del cuerpo de cada persona, que controlaba sus acciones y veía el exterior mediante los ojos del cuerpo externo. Esto se podía entender como una metáfora de la mente o del espíritu, de la misma forma en que surge la idea popular de que los ojos son las ventanas del alma. Hoy nadie puede sostener prueba científica de la existencia del alma —ni siquiera de la mente— y sin embargo esta idea sigue vigente: entendemos que el cerebro se vale de los sentidos como extensiones para coordinar su acción en pro de la supervivencia, por lo tanto en el encéfalo reside el nuevo homúnculo. De esto surge la idea figurada de que no somos más que un cerebro dentro de un frasco. Solitario y en el total vacío.

La idea de un cerebro encerrado en la oscuridad del cráneo es bastante desoladora, pero el mundo es demasiado colorido y brillante como para dejarse llevar por eso… o al menos los estímulos del mundo lo son. Nuestra interpretación neuronal de lo que llamamos “verde” está hecha mediante la información lumínica que recogen los ojos, o sea, una serie de instrucciones para recrear el mundo cada vez que lo vemos, y en tiempo real. Lo más vigoroso de la capacidad imaginativa es formar la imagen mental del verde cuando los sentidos no lo están reportando, inducir la sensación de calor cuando la piel se encuentra helada.

Una de las paradojas de la actividad literaria es, precisamente, la recreación del mundo en la mente de los lectores: hay quienes buscan la especificidad extrema, casi totalitaria (pensemos en las novelas realistas decimonónicas), para guiar la imaginación del lector a punto exacto que ya existe en la imaginación del escritor. Por donde se vea, esto es una imposibilidad, y por ello es que otros autores prefieren quedarse en ambientes vagos y libres de toda precisión, para que sea la imaginación del usuario quien llene los espacios vacíos. La pintura y el cine pueden llevar al color, forma y movimiento exactamente como el creador lo ha concebido, sin embargo, éstos se ven limitados por una frontera. Si entrásemos al plano más allá del marco o la pantalla, podríamos ver que la escena se encuentra inmersa dentro del taller del pintor, o del set de filmación. Ésta es la belleza de la interactividad, que permite ver dentro y fuera de los límites, dirigir la mirada y examinar a detalle. O al menos se trata de una posibilidad.

La evolución de los videojuegos no ha obedecido esa posibilidad, al menos no necesariamente; la capacidad interacción en un ambiente gráfico ha recorrido un largo camino. Los primeros videojuegos eran literalmente un puñado de luces que formaban cuadros que requerían de una gran imaginación en el usuario para funcionar, una disposición incluso mayor que la de la narrativa. Es más fácil evocar un árbol con la palabra “árbol” que con unos pocos pixeles acomodados en forma vertical. Conforme pasaron las décadas, estas máquinas de generar imágenes —las consolas de videojuegos— han pedido cada vez menos disposición de parte de los usuarios. En una actitud de alarma, esto lo podríamos ver como un problema, como si empujaran a las nuevas generaciones hacia un lento abandono de la evocación. Sólo tenemos que revisar la lista, que crece año con año, de ficciones distópicas donde la humanidad pierde la capacidad de distinción de la realidad debido a su dependencia tecnológica.

La industria de las máquinas de generar imágenes no es homogénea. No todos los desarrolladores están exclusivamente interesados en permitir salir del marco. Encima de esto, los videojuegos desde el principio han tenido (por razones técnicas) un límite, un área donde se acaban los pixeles del escenario. Incluso los juegos más realistas y detallados tienen glitches y escenarios más o menos definidos. Aunque la belleza de este medio es la libertad que pueden brindar, nunca han dejado de existir los títulos que, por una diversidad de razones, siguen exigiendo la imaginación en el usuario, ya sea por razones técnicas, estilísticas, conceptuales o estéticas. Es emocionante considerar los proyectos que buscan la inmersión del usuario mediante estímulos más allá de lo visual, que quieren hacer sentir, oler y saborear la experiencia de juego, pero no hay que olvidad que sin la disposición de recrear —de alucinar— una historia siempre tendrá un hueco imposible de llenar con información digital. Sin duda, así como el avatar de videojuego puede ser un nuevo homúnculo, tarde o temprano seremos pequeños hombres transpirando en pieles ajenas, generadas por el engine de una consola y, entonces la imaginación será la herramienta más poderosa para escapar de ese frasco.