Beta: Journey

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Jugué la beta de Journey a las tres de la mañana (tal vez fue una mala idea, pero necesitaba quitarme el mal sabor de boca que me dejó Transformers 3). ¿Saben qué? La madrugada es una buena hora para jugar cualquier título de Jenova Chen. Este no es su típico “puedo disfrutarlo aunque esté a mitad de una fiesta” (como el excelente Pac-Man Championship Edition DX); títulos como Flower, flOw y Journey necesitan un estado de conciencia que tal vez la privación de sueño ayuda a generar.

La imagen que deben tener en mente es ésta: Shigeru Miyamoto, sonriente —bueno, tal vez eso no sea muy raro—, con un control de PS3 en las manos, jugando Journey en el E3 2011. Todavía no hay fecha anunciada, pero sin duda éste es uno de los títulos que más espero de lo que resta del año.

Frente a mí se extiende la vastedad de un desierto. El resplandor de la arena dibuja el trazo invisible del viento. Sobre de mí, el cielo. Mi rostro se hunde en la negrura de mi túnica. Ignoro mi propósito. Puedo distinguir un fulgor en el horizonte. El número de tramas que puede desarrollar una historia es limitado, el destino, tal vez el azar, ha elegido para mí la del viaje. Hay quienes viajaron a una montaña para destruir un anillo. Yo, en cambio, ignoro mi propósito, pero lo he aceptado como he aceptado el universo y sus leyes.

No camino, floto. Distingo una luz y unas azoradas ruinas. No puedo reconocer la extraña arquitectura, pero camino hacia unos retazos de tela. Algo ocurre: puedo volar y planear por un breve momento y mi bufanda ha aumentado su extensión. No sé cómo de entre toda inmensidad del desierto ahora estoy aquí atrapado, pero para seguir avanzando debo salir de este hoyo. Sigo recolectando retazos hasta que encuentro veneros de luz que me impulsan a una altura aceptable. Consigo escalar un promontorio y alcanzar el umbral de una gran puerta. Hay tiras de tela gris que se agitan con el viento, al acercarme se llenan de color. ¿Qué antiguo mecanismo de supervivencia nos llenará de tranquilidad al completar un patrón que percibimos inconcluso? Lleno de color toda la tela faltante y se abre la puerta.

Tras recorrer el largo pasillo de nuevo tengo frente a mí un valle de arena incalculable. Esta vez adivino que debo conectar los tramos destruidos de un puente…

¿Qué es eso? Hay una túnica idéntica a la mía saltando en el viento. Sé que es alguien igual a mí. Corro para acercarme. Todavía no me ve. Me aproximo. Aunque ya me vio me ignora y sigue en su labor. No puedo decirle nada, no tengo garganta (el desierto sofoca las palabras). Sólo puedo saltar y hacer piruetas, pero todo eso es sólo un balbuceo. Me alejo. Él (o ella) me sigue. Somos dos perros vagabundos que se hacen compañía. Volamos y corremos. Lo pierdo de vista por un momento y desaparece entre las olas de arena ámbar. Al avanzar, mi túnica se llena con jeroglíficos extraños. Una figura blanca se aparece ante mí. Se abre una puerta más.

Dos siluetas corren a lo lejos. Varios papalotes vuelan cerca de ellos. De la arena surge uno que comienza a revolotear cerca de mí. Noto que, cuando estoy cerca de él, los jeroglíficos de mi túnica se iluminan y puedo saltar. Como en un sueño, mis saltos consecutivos me elevan cada vez más entre las dunas de arena. Es tan satisfactorio que me gustaría hacer esto para siempre. ¿La alegría del movimiento proviene de su privación? Hasta este punto, no podía saltar cada vez que yo quería; el papalote es una analogía de mi estado: capaz de volar, pero atado al mundo por un cordel invisible.

Un tramo final, una puerta y una pantalla negra. Como al despertar de un sueño, siento que me han arrebatado un tesoro.